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“Cuando uno vive aquí y no sale,  ve esta maravilla, este tapete de todos estos verdes y no lo aprecia, no tiene con que comparar. Pero cuando sale y regresa, sí se ve la diferencia: deja el mar allá, donde se ve para arriba y para abajo sólo azul. Al llegar a Colombia, desde el avión se observa ese verde imponente y variado; se le paran a uno los vellitos, y entonces piensa – yo soy de aquí, este es mi país…”

Así narra su historia Lilia María García en una vereda de Palestina, Caldas en el eje cafetero. Es una mujer caficultora, una paisa orgullosa de su tierra y de su gente; de esas echadas palante, emprendedora, sonriente, cálida, trabajadora, con sueños y ganas de mostrarle al mundo las maravillas de nuestro país y de que somos capaces los colombianos de bien.

Son esos encuentros que algunos llaman Diosidencias. No fue casualidad que a nosotros también se nos pusiera la piel de gallina con su historia, cuando el pasado 28 de diciembre, con mi esposo y mis dos hijas volviéramos después de una larga pandemia a nuestro país. Tampoco que a las niñas de 20 y 23 años también se les encharcara el ojo oyendo a Lilia y descubrieran que ellas también, aunque nunca hayan vivido en Colombia, comparten esos sentimientos de patria, entienden lo que siente al ver el verde y las montañas desde la ventanilla del avión  y esas ganas de gritarle al mundo entero las maravillas que tiene este país y que muchos desconocen.

Lilia y su marido, Gabriel González, crecieron en medio de las montañas verdes y de los cafetales de Caldas. Han recogido café desde siempre, como sus padres, abuelos, bisabuelos y demás generaciones. Aprendieron del oficio por inercia, jugando en las carretillas, corriendo entre las matas y en medio del olor amargo de cuando se seca y se tuestan los granos. Allí se enamoraron y resolvieron casarse, quizá para repetir la historia de todos. Trabajar en fincas para los demás y ganar lo mínimo para sobrevivir. Pero Lilia tenia sueños y sobretodo, una fe en Dios inquebrantable. Así le pidió a la Virgen que le ayudara para poder algún día comprar un terreno y sembrar sus propias matas de café.

Como ella misma cuenta, en medio de su sonrisa pícara, consiguieron por intermedio de una amiga irse a Barcelona, trabajar limpiando casas, ahorrar unos cuantos dólares y regresar con una platica para comprar su terreno. Regresaron después de 5 años con los sueños intactos y con la fe a cuestas. Encontraron la finca de sus sueños en venta desde donde además se divisa la Virgen a la que tanto Lilia le rezaba antes de irse y con la tranquilidad de tener el dinero exacto de lo que costaba. Lo único fue que no les alcanzó para invertir en la cosecha y les tocó irse otro año para España para ahorrar un poquito más.

Regresaron con lo necesario y se dedicaron a sembrar. Sin embargo, pronto se desilusionaron al ver que lo que invertían en la siembra era mas de los que les daban por el costal de café producido. Entonces Gabriel empezó a pensar en vender la finca y comprarse un carrito para hacer transportes y poder vivir en el pueblo. Eso, sin embargo, no le atraía a Lilia para nada, a quien le mortificaba imaginar su alma libre encerrada en cuatro paredes en una pieza de un pueblo. Así que de nuevo se encomendó a Dios y buscó capacitación formando una cooperativa con las mujeres caficultoras de la zona.

Con su tesón e inteligencia, Lilia entendió que necesitaban aprender mas de técnica. Junto con su esposo, también luchón, tomaron cursos con la Federación de Cafeteros, aprendieron a producir un café de alta calidad y hasta lograron crear una marca, el café La Mina. Ella misma le puso el logo usando la foto que le tomaron con la primera matica de café que habían sembrado. Pero los esfuerzos no pararon allí, porque ella desde que había estado en Barcelona, tenía la inquietud de traer turistas y sobretodo extranjeros a su tierra. Ellos habían visto lo que podía representar el turismo y entendieron que ese era el salto que tenían que dar.

Sin embargo, no tenían ni las conexiones, ni los recursos, pero lo que si tiene Lilia es la certeza que le da su fe y esa es la que siempre le ha movido sus montañas. Nuevamente le pidió a Dios y a la Virgen que le mandaran a alguien para ayudarlos. Y cuál no sería su sorpresa, cuando hace un par de años apareció en su casa el dueño del hotel Zazagua, recomendado por alguien del pueblo, con la propuesta de traer a sus huéspedes para una experiencia exclusiva y autentica, para que ellos les mostraran el proceso.

Así ahora llegan grupos de familias de varios lugares del mundo. No atienden sino a un grupo por día para que la demostración sea íntima y auténtica. El café La Mina que producen Lilia y Gabriel se exporta a Estados Unidos y Europa y ellos son felices compartiendo su historia. Así llegamos nosotros. Vivimos esta maravillosa experiencia, sin tumultos, ni filas de turistas, ni recreaciones construidas forzadamente. Aprendimos del café, oímos la explicación con atención de Gabriel, que con orgullo y con dedicación explica cada uno de los pasos. Sembramos nuestros arbolitos, comimos un delicioso sancocho hecho en leña con amor y divinamente servido por Gelen Dayana, la hija de esta maravillosa pareja que con tanto cariño comparte su historia. La mejor vivencia de nuestro viaje a Colombia.

“Me siento bendecida de poder conocer gente como ustedes”, me dijo Lilia. Pero sin duda los bendecidos fuimos nosotros porque comprobamos lo que logra la fe y vimos las maravillas que tiene nuestro país y la gente buena, auténtica, trabajadora, humilde, pero con sueños, que con persistencia logra lo que se propone. Un ejemplo para muchos.

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