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El 11 de abril de 1970, Gloria asistió al concierto de Sandro en el Madison Square Garden. Fue con su novio, El Tigre, y con dos amigos más. El frenesí del evento, al interior del recinto, la separó de sus acompañantes y de su cámara fotográfica (una máquina instantánea que había comprado al llegar a Nueva York). Desde la distancia vio a su novio como nunca lo había visto —extrañamente consumido por la música— y después de eso se enrareció el aire entre los dos. Ella quiso indagar, él se mostró incómodo, y la noche se llevó las horas. Unas horas que barajaron futuros sin forma.

Gloria, de Andrés Felipe Solano, es un día en la vida de su protagonista. El narrador es su hijo: una voz que desde el futuro observa, persigue y comenta —sin juicio alguno— la época neoyorquina de Gloria como mujer, no como eventual madre. Con los disparadores de los objetos y los recuerdos, revelados por ella misma, el hijo se asoma a los amores, sueños y deseos de una mujer que a sus veinte años dejó Colombia y se instaló en Nueva York para sacudirle el polvo a su vida.

El día del concierto de Sandro se anudan en la historia, por obra del narrador y de su perspectiva que salta en el tiempo, otros dos episodios de la vida de Gloria: amores posteriores que despiertan la nostalgia de la juventud y la autenticidad de lo que solo ocurre una vez. El recorrido de la madre le permite entender al hijo que su propia vida está marcada por los pasos que ella dio. Él también estuvo en Nueva York a sus veinte años atravesando una búsqueda íntima, pero solo desde el futuro la entiende como un rastro materno. Esta novela es una exploración bellísima de la relación madre-hijo y de las respuestas tardías a los enigmas del pasado más querido.

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