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Los juegos olímpicos siempre han representado un ideal al que aspiraría cualquiera pero… y si no nos interesa nada de eso, ¿somos unos idiotas incompetentes?

Ver las envidiables presentaciones de los gimnastas, los perfectos deslizamientos en el agua de los nadadores, los increíbles saltos de los atletas y en general la cantidad deportes inalcanzables que quizás no conoceríamos si no fueran por las pantallas, se convierte en un plan fascinante en esta época de olímpicos.

Y es que todos (espero no exagerar) quisiéramos ser deportistas y estar en un podio olímpico. Llorar al escuchar el Himno Nacional con el mano en el pecho y dedicarles el triunfo a nuestros padres, a nuestro país, a los que nos han apoyado. Ser medallista olímpico, así como ser estrella de rock, ganador del Óscar, del Nobel o al menos tener el mejor Icfes del país, o uno decente… es un constante deseo para muchos, e incluso una misión de vida para otros.

Lloramos cuando vimos ganar a Montoya en las carreras de la Fórmula Car y Uno, nos enorgullecemos cuando Mariana Pajón vuela en la bici, aguantamos la respiración con Sofía Gómez pretendiendo igualarla (ilusos), cantamos a grito herido las canciones de Shakira (las de Antología, sobre todo) a pesar de nuestra voz, e incluso sentimos envidia por los carros, yates y aviones de los futbolistas o reguetoneros. En general, vivimos fascinados por unos imaginarios que quizás no sean posibles para nosotros y caemos en un afán que nos hace idealizar y angustiarnos si no vemos que suceda.

Pero sin ánimo de juzgar, ni ser cuestionado a propósito de este espíritu competitivo, hay una frase del filósofo coreano Byung-Chul Han que puede explicar mejor a lo que me refiero.

“Lo que resulta problemático no es la competencia individual en sí, sino su autoreferencialidad, que se convierte en competencia absoluta. Es decir, el sujeto-logro compite consigo mismo; sucumbe a la destructiva compulsión de superarse una y otra vez, de saltar sobre su propia sombra. Esta autolimitación, que se plantea como libertad, tiene resultados mortales”.

Así que con el permiso del que paradójicamente pareciera ser el único filósofo en esta época (porque los demás no aparecen tanto en las noticias y en las redes sociales), y con el fin de que este blog no se convierte en un ensayo, usaré una frase más a fin a mí mismo:

Es muy duro pa’l citadino vivir de ideales que quizás no serán y, sobre todo angustiarse porque no lo sean. Vivir en la frustración, condicionada por esos imaginarios, es no solo triste, sino peligrosa y sin sentido. Por eso aplaudo a la medallista olímpica Simone Biles y a otros tantos quizás menos reconocidos por estos días, que han decidido cambiar un poco la idea de la competitividad por darle más valor a su propia vida.

Biles, en su máximo nivel de carrera y cuando más la observaba el mundo, decidió dar un paso al costado para retirarse, argumentando no estar bien mentalmente. Esto implicó miles de comentarios, burlas, quejas, críticas y reproches porque parecería estúpido pensar en decepcionar al mundo. Pero ella no pensaba en el mundo, sino en no decepcionarse a sí misma.

“Diría a los otros atletas: pongan su integridad física por encima de todo, aunque eso supongo ausentarse de las mayores competiciones, será mejor mentalmente. Mi salud física y mental cuentan más que todas las medallas que pueda ganar”, dijo la competidora cuando anunció su retiro. Así como otros que han decidido retirarse, cambiar de deporte, dedicarse a sus familias o a ellos mismos e, incluso, preferir un empate solidario y no una competencia infinita.

Lo bueno es que este tipo de situaciones sigan sucediendo en las pantallas del mundo, para que entendamos que ser los mejores, los más exitosos, los más adinerados, los de las medallas, los de la banderita en el colegio, los del mejor Icfes, los del mayor número de mujeres (u hombres), los del carro mas lujosos, los de la casa más grande, los de más sellos en el pasaporte, los de la vacuna en Nueva York o Miami, los de más músculos, los de más posgrados… en fin los más de lo que sea; no es una garantía de ser felices ni vivir mejor.

Quizás si nos salimos de la competencia y nos subimos a un podio propio, de ideales más honestos y afines con nosotros mismos, de deportes que quizás no sea olímpicos o de estilos de vida que tal vez no se vean en las pantallas, como vivir en el campo y aportar a la sostenibilidad (o lo que sea que queramos), podamos dejar de autoexplotarnos para vivir más felices, enfrentando nuestras realidades, escuchándonos a nosotros mismos, siendo mejores personas antes que deportistas o profesionales y dedicándonos, desde lo que sabemos, podamos y alcancemos, a que todos seamos más como nosotros mismos, más como Simone Biles.

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