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Hace muchos años, en mi época de colegiala, recuerdo que me gustaba mucho una canción de un grupo argentino llamado Macaferri y Asociados. Su nombre era El oficio de ser mamá y básicamente se trataba de un par de niños de jardín que se amaban a escondidas y como consecuencia de ello procreaban un bebé, prácticamente sin darse cuenta.

Con un poco de inocencia y doble sentido, la canción nos lleva a recorrer el camino que siguieron estos dos niños y lo que se les auguraba en el futuro: ella se queda en casa cuidando al nene y él trabaja para mantenerlos. Y bueno, viaja a su trabajo en un triciclo.

A mis treinta y dos años aún me sigue gustando mucho el rock latino, pero esa canción ha adquirido un significado distinto. Después de los treinta, notas cómo los ojos de las personas se abren un poquito más de la cuenta cuando les dices que no estás casada, pero, sobre todo, cuando les dices que no tienes hijos.

Yo, que siempre he sido siete pareceres como dice mi mamá, tengo días en los que me muero por ser madre y experimentar el milagro de la vida. A decir verdad, el noventa por ciento de las veces me pasa cuando veo y/o interactúo con bebés, cuando los veo caminar a tientas o decir palabritas a media lengua. Me gustan los niños, me encanta jugar con ellos, pero en algún momento la situación se torna un tanto extraña y me encuentro con la apariencia real de la paternidad y el encanto se pierde. Me refiero a ese punto de inflexión en el que el niño ya no quiere jugar, está cansado, quiere dormir, o simplemente se aburrió de estar en determinado sitio y se convierte en el bebé de la película Los Increíbles, ¿Lo recuerdan?, su súper poder es precisamente transformarse en un mini demonio. Es justo ahí cuando doy un paso atrás, sonrío gentilmente y huyo de sus intenciones macabras.

Y entonces llegan los días normales en los cuales me planteo la posibilidad de jamás llegar a ser madre. Sé que no se trata de esperar hasta madurar o crecer para hacerlo. Si fuera así, el mundo ya estaría deshabitado. Creo que tiene que ver con la forma en la que veo la vida y las cosas que me imagino en el futuro. No tengo paciencia, no soy multitarea, me desespera el excesivo desorden (y el excesivo orden), las cosas pegantinosas y le tengo asquito a las babas y los moquitos. Sigo sin entender cómo hacen muñecas con todas esas funciones para regalárselas a las niñas en navidad, ¿en qué planeta eso es una buena idea?

Mi mamá siempre me dice que es algo con lo que uno nace, como un chip, un instinto que se despierta cuando tienes un hijo y te das cuenta de que ya venías configurada genéticamente para ser mamá, que todo fluye y sale bien solo porque sí, pero que también es normal que se cometan muchos errores en pro de hacer lo correcto, o lo que creemos que es correcto para nuestros hijos. Mi mamá es sabia y si es verdad que yo la escogí antes de nacer, pues no podría haber hecho una mejor elección. Pero jamás voy a ser ella, es demasiado buena y yo… pues soy yo.

Pero, a pesar de estar siempre tratando de defender mi postura, alegando que nunca voy a estar lista y que no se debe seguir trayendo niños a un mundo sobrepoblado y lleno de problemas, a pesar de alegar una y mil veces que los métodos de planificación están al alcance de la mano y que es una irresponsabilidad no usarlos, o no educar correctamente a las personas para usarlos, tengo que reconocer la validez de los argumentos de algunas mujeres que deciden por su propia voluntad ser madres, y que incluso, aún en contra de todas las probabilidades y de su propio entorno, quieren completar un equipo de fútbol sin ningún remordimiento y con una mano en la cintura.

Hace unos días conocí una chica de México. Inmigrante ilegal, trabajadora incansable (como la gran mayoría de ellos). Se ve un poco mayor para la edad que tiene, pero es que la vida ha sido implacable con ella. Creo que es un año menor que yo, no recuerdo, lo que sí recuerdo es la increíble historia de sus cuatro embarazos y los tres hijos que viven con ella. Uno de ellos falleció en el parto once años atrás. Conversábamos, porque la aquejaba un fuerte dolor en el vientre debido a la cesárea.

Tiene dos niñas mayores y hace dos meses y medio dio a luz al único varón. El amor de su vida, como ella misma lo llama. No hay una gota de arrepentimiento, cansancio o desánimo en su expresión, algo extraño para mí, que si llego a las once de la mañana sin café ya estoy haciendo un mohín. Ella habla feliz de su experiencia, de la bendición de sus tres niños y de la decisión irrefutable de apostarle a encargar gemelos antes de los treinta y cinco.

Eso fue justo lo que me motivó a escribir. En ese momento alguien aprovechó para preguntarme si tenía hijos y lo único que atiné a decir fue: ¿para qué?, ¡Ella ya los tiene todos! Se rieron, obviamente, pero yo aprendí una valiosa lección. No importan las historias que cuenta sobre su marido machista y celoso, aunque nunca haya mencionado que la golpee o algo por el estilo, es ese esposo que no recibe comida recalentada ni tortillas de bolsa. No importa que se haya tenido que saltar la dieta postparto para seguir trabajando diez horas al día después de la cesárea, porque obviamente no tienen servicio médico y en los Estados Unidos es bastante costoso pagar particulares. Nada de eso importa porque su rostro brilla cuando contempla la posibilidad de tener entre sus brazos otros dos bebés en un par de años.

Por fin entendí la canción de Macaferri. Ser o no ser madre es una decisión completamente personal. Sí, muchas veces es un accidente, pero cuando no lo es, cuando se desea con toda el alma y es el objetivo máximo de nuestra existencia, es completamente respetable y justo. Muchas de nosotras nos ocupamos estudiando, tratando de entender el mundo, cuestionándonos todo. No somos muy diestras para la limpieza del hogar o para cuidar de otro ser humano que dependa cien por ciento de nosotras, pero si hay muchas, pero muchas mujeres que lo hacen bien, que lo saben hacer y mejor aún, lo hacen porque quieren, porque fue su decisión.

Me gusta aprender, pero me gusta más entender que cuando juzgo a los demás, acabo recibiendo lecciones muy valiosas para la vida. Es un proceso largo y difícil, un camino de herradura, una trocha que te destruye los amortiguadores del carro, pero es un trayecto muy agradable de recorrer. Me gusta saber que estoy creciendo, que poquito a poco trabajo para convertirme en la persona que quiero ser: alguien que respeta a los demás.

Y que escribe. Escribe mucho.


Facebook: Erika Ángel Tamayo

Twitter: @eangelt

Blog Personal: Desvariando ando…

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