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El día empezó con un clásico regaño por parte de mi mamá. El próximo cinco de febrero voy a cumplir treinta y dos años y ella aún lucha con mis hábitos de sueño: dormirme de madrugada y por consiguiente tener dificultades para levantarme temprano. En el fondo sabe que esa batalla está perdida hace rato, pero ya saben… no hay nada más perseverante que una madre.

Si no me gusta madrugar, mucho menos me gusta permanecer en ayunas hasta medio día por culpa de las filas en los centros médicos, y es que esa era nuestra misión: lograr que me sacaran unos cuantos litros de sangre para seguir alimentando paranoias sobre la tendencia congénita a la diabetes y ver si mis triglicéridos seguían siendo los de un humano obeso, hipertenso, con gota y fallo al corazón como me lo había descrito el médico unos meses atrás cuando mis estudios revelaron unos incomprensibles triglicéridos de cuatrocientos cuarenta. Recuerdo bien cómo me miraba de arriba para abajo y se repetía a sí mismo: es que ni siquiera está gorda. Sí, lo tomé como un cumplido, aunque por dentro todo estuviera funcionando mal… literalmente.

Pero no había madrugado solo para eso. También tenía que cumplir con la incómoda e ineludible cita con aquel aparatico invasivo que vulnera la intimidad de cada mujer, prácticamente, sin pedir permiso. Era hora de la citología anual.

Había estado evitándola mucho tiempo, hasta que unas lecturas recientes empezaron a encender mis alarmas: el aumento progresivo de los casos de cáncer de útero y todo tipo de enfermedades silenciosas que atacan a la población femenina entre los veinte y cuarenta años, especialmente aquellas que han sido madres, tienen una vida sexual activa y/o han tenido casos de estas enfermedades en sus familias. Si no se detectan a tiempo traen terribles consecuencias.

Le comenté a mi mamá sobre el tema para que ella también se hiciera el examen, e hice énfasis en que debíamos buscar dentro de nuestra historia familiar porque evidentemente yo no encajaba en la categoría de la maternidad y sinceramente no tenía ganas de discutir con ella mi vida sexual. Sin embargo y como siempre, estar ahí me generaba conflicto.

Les voy a contar algo. Yo crecí en un hogar donde mi mamá siempre explicó todo sin tabúes, a nivel general, pero estableció un millón de normas y reservas a nivel particular. Eso hizo que fuera fácil bromear con ella en doble sentido, pero difícil hablarle de asuntos concretos. Lo que sí hizo muy bien con mi hermano y conmigo fue establecer parámetros de respeto, explicarnos los límites y siempre, siempre, siempre creer nuestras versiones por encima de las de cualquier persona. Nos dijo que nadie podía tocarnos en ciertas partes y que jamás debíamos callar si alguien lo hacía. Estuvo atenta para evitar cualquier escenario riesgoso o que se prestara para una situación desagradable y, afortunadamente, aunque fue madre soltera, no tuvo afán de conseguirme un padre a corto plazo y cuando lo hizo años después, supo elegir a un buen hombre que no solo me respetó, sino que me quiso y me crio como a una verdadera hija. Nunca hizo distinciones entre mi hermano y yo y siempre supo cómo ser un buen hombre y educar a mi hermano de la misma manera.

A mis casi treinta y dos años, no recuerdo haberme tenido que enfrentar a una situación de abuso –si no tenemos en cuenta la nalgada que me dio un ciclista mientras esperaba el bus y uno que otro patán que me lo pide y/o me lo ofrece a diario en distintos idiomas, medio en serio, medio en broma (?)–, pero en general, las decisiones que he tomado sobre mi cuerpo y mi sexualidad han sido completamente mías.

Sin embargo, no todas las mujeres pueden decir lo mismo, y aunque gracias a las paranoias de mi mamá he sido consciente de lo aterradora que puede ser una violación, es muy difícil dimensionarlo si no he estado ahí. Aquí es donde se preguntan, ¿qué tiene que ver todo esto con un examen médico? Pues bien, les explicaré…

En estos días donde los casos de acoso han tomado una enorme trascendencia mediática y, sobre todo, las noticias sobre violencia sexual inundan las redes, me encontré con el caso de Claudia Morales y la confesión que hizo sobre el abuso del que fue víctima años atrás. Ella se niega con vehemencia a revelar el nombre de su agresor, pero ha dejado algunas pistas que tienen al país de cabeza y prácticamente jugando Adivina Quién.

La validez de sus razones para ocultar su identidad son motivo de discusión, pero yo me pregunto… ¿por qué es tan fácil juzgar y decir cómo se debe o no actuar en una situación similar, si debió callar o denunciar, si no estuvimos ahí… si no sabemos lo que se siente?

Ella lo describió así: «Una mujer joven termina su jornada laboral, llega a su hotel, se baña y se arregla para salir a cenar con una pareja de amigos. Alguien golpea en su habitación. Ella mira por el rabillo de la puerta, es su jefe. Abre, “Él” la empuja. Con el dedo índice derecho le ordena que haga silencio.
Le hace preguntas rápidas mientras la lleva hacia la cama. Ella, que siempre tiene fuerza, la pierde, aprieta los dientes y le dice que va a gritar. “Él” le responde que sabe que no lo hará. La viola.
La protagonista de la historia soy yo y al violador lo seguiré llamando “Él”. No presenté ni presentaré nunca una denuncia y voy a explicar por qué.» (Clic aquí para leer la columna completa)

No sé por qué –y créanme, de verdad no lo sé– en cuanto leí ese párrafo me ubiqué en la escena y me imaginé qué hubiera hecho yo de estar allí. Y fue entonces cuando recordé la última citología.

La doctora que me atendió parecía estar teniendo un día horrible de acuerdo con su expresión y la forma en que hacía las preguntas. Me hizo quitar el pantalón y la ropa interior, me dio una batita de algodón y me pidió acostarme con las piernas abiertas. Ahí estuve por unos siete u ocho minutos hasta que se me encalambraron las rodillas y ella seguía conversando con otra de las trabajadoras del centro de salud.

Todos sabemos a ciencia cierta que el cuerpo de una mujer es tan perfecto, que sus partes íntimas son capaces de expandirse lo suficiente para dar a luz a otro ser humano. Pequeñito, sí, pero completito. Y también sabemos a ciencia cierta que, bajo ciertos estímulos físicos, emocionales, mentales, y de diferente índole, las mismas partes se preparan para permitir la entrada del órgano sexual masculino, y el objetivo de este encuentro es que ambos sientan el mayor placer posible. En la mayoría de los casos…

Pero no hay estímulo que valga cuando estás boca arriba, mirando ese techo blanco inmaculado, con las rodillas dormidas y con todo eso que tu mamá te pidió cuidar expuesto a la nada, y llega alguien a introducirte una especie de palito/espátula/adminículo del demonio, helado y a mansalva, y todavía tiene el descaro de pedirte que te relajes, causando totalmente el efecto contrario.

La incomodidad me acompañó el resto del día y por una razón que no sé bien cómo explicar, era una sensación más emocional que física. Esa vulnerabilidad, ese acceso violento, mi propia fragilidad. Incluso se lo comenté a mi mamá en la cena y volvimos a ese tema tan escabroso que la hacía persignarse desde que tengo memoria: ¿Cómo será entonces una violación?

Leer todos esos juicios y la facilidad con la que la gente habla de lo que la periodista debió hacer o cómo debió reaccionar, me hizo volver a ese momento del examen. Obviamente, ¡Y LO ACLARO!, lo digo guardando todas las proporciones. Es solo un punto de vista físico –o biológico–, por llamarlo de alguna manera. El cuerpo de una mujer que sufre una violación no está preparado y seguramente el dolor es algo horrible. Ahora imaginen el daño moral… la devastación, el vacío enorme en la mitad del alma, la vulneración de todo derecho fundamental, la pérdida de la fe, de la dignidad, de la confianza –en sí misma y en los demás–, la responsabilidad inmediata de denunciar y/o callar, y mucho más en el caso de Claudia Morales porque trabajaba con él, conocía su familia y su entorno… seguramente le creía y confiaba en él.

Seguramente lo admiraba…

Con este texto no busco de ninguna manera ponerme al nivel de las mujeres abusadas, ni compararme, mi comparar ningún evento de mi vida porque como lo mencioné, jamás he estado en una situación similar. Solo quise dejar una pregunta en el aire y tal vez aterrizar un poco ciertos juicios que no deberían hacerse a la ligera.

Si ella calló, si muchas han callado, seguramente no es complicidad sino decisiones tomadas desde el miedo, desde la inseguridad, desde el profundo abismo que se les abrió en medio del pecho después de ser víctimas de aquel infame acto de cobardía. Estoy de acuerdo en que denunciar con nombres y apellidos visibiliza las caras del abuso y hace público el rostro de los culpables para que no puedan seguir atacando, para que las víctimas sean menos, pero… ¿cómo confiar en la justicia si cada día las penas son más blandas y los culpables quedan libres por términos tan confusos como vencimiento de garantías?

Está bien, la periodista abrió una caja de pandora y ahora Colombia entera ata cabos, sigue pistas, hace cuentas, deduce y acusa, mientras ella se empeña en guardar silencio como parte de una terrible experiencia de su pasado que se animó a compartir porque le pareció el momento justo y no sé, quizás para hacer catarsis… exorcizar sus demonios, en fin.

No puedo juzgarla, no soy nadie.
No he estado allí… y espero jamás estar.


Facebook: Erika Ángel Tamayo

Twitter: @eangelt

Blog Personal: Desvariando ando…

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