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En una excursión a la isla, Enero, el Negro y Tilo pescan una raya y se la llevan en el bote con tres balas incrustadas. No saben qué hacer con el animal, pero por la hazaña vale la pena conservar la duda. Se acomodan al borde del agua, juntan leña y juegan a los naipes. Tilo es el hijo adolescente de Eusebio, el amigo de infancia que murió con las ganas de pescar en una noche de tragos y golpes.

Los isleños se enteran de la noticia y van a medir el ejemplar: la raya es grande, sí, pero no tanto como una que había salido en las noticias, no tanto como el murmullo y las represalias que desencadenaría. En una ida a la tienda del pueblo, Enero, el Negro y Tilo se cruzan con Lucy y Mariela, unas hermanas adolescentes que se fueron de la casa para darle una lección a su mamá furiosa, Siomara, pero se quedan deambulando indefinidamente.

No es un río, de la escritora argentina Selva Almada, es una novela sobre el instante de la muerte, el tránsito del fallecido, el duelo —que acepta o que niega la partida— y la impresión de la naturaleza en el inconsciente. Allí, lo onírico visita a los personajes en forma de símbolos, premonitorios después de todo, que requieren de las explicaciones de un curandero acertado pero impreciso.

La novela también es una exploración de la amistad masculina y de las formas de la hermandad, en un ecosistema que tiene protagonismo propio. Extraño en su geografía, el entorno es espeso, húmedo, caliente, apartado y está gobernado por un río. Los animales vigilan a los desconocidos y los locales, vivos o muertos, ajustician a quienes abusan del territorio, pues para ninguno es cualquier río, es ese río.

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